Como todos los años Manolo es invitado a su pueblo el diecinueve de marzo para romper la piñata en las fiestas.
Tras la pausa de la pandemia, este año hay emoción en el ambiente. Los niños podrán recibir caramelos y la noche se amenizará con música para nostálgicos de las verbenas.
Las mujeres van peinadas con rodetes hechos con extensiones y tapando las orejas. Se han ataviado con sus mejores galas. Vestidos de seda bordados con finos hilos, algunos de oro. Ropajes que parecen salidos del Renacimiento levantino, de la corte de los Borgia españoles.
Tras colocarle una venda en los ojos a Manolo, le dan un bastón, unas cuantas vueltas y lo sueltan en medio de la plaza. Él totalmente desorientado no sabe por dónde tirar. Se guía por unas risas, una voz que le dice “un poco a la izquierda, no, ahora a la derecha, sí, así, así vas bien.”
Cuando cree que ya está colocado, sujeta el bastón y con toda su fuerza arrea el golpe. Silencio. No hay risas de niños, solo se escucha “Ohh, ha dado al señor alcalde” “dejen paso soy médico, avisen a una ambulancia”.
Entonces Manolo aturdido, abrió los ojos y entendió todo.
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