
Aquella mañana en la Real Fábrica de tabaco, de vastas dimensiones, se respiraba más que de costumbre esa viscosidad, señas del polvo y nicotina que emanaban tras liar las hojas de la planta. Las cigarreras no tenían por más que convivir con ello, aún así, no terminaban de acostumbrarse.
A las claras del día hicieron sonar la campana, presagio de una visita inminente. El cuchicheo de todas las cigarreras alborotaban el devenir de su rutina, sentadas alrededor de la mesa, pero Milagros, el “ama” del rancho, llamaba al orden a sus seis operarias para seguir sin más con sus tareas.
Con asiduidad asistían a la instalación fabril un grupo de expertas laborantas de Cádiz, con el objetivo de formar a principiantas tabacaleras nuevas técnicas, con vistas a incrementar la productividad. No era el caso de Lola, a pesar de su juventud, aprendió rápido, de maestría innata. El secreto se encontraba en sus pequeñas y finas manos. El arte de liar cigarrillos lo ejecutaba con gran precisión y destreza.
Cuando la visita abandonó el taller, quedaron aliviadas, y continuaron con su labor. A pesar de ese paréntesis, se dio bien la mañana. Como buena obrera Lola cumplió con sus doce atados, unos cincuenta cigarros puros. Incluso sobrepasó lo estipulado, a sabiendas que cedería algún que otro a su fiel compañera Virtudes. Acababa de dar a luz y se recuperaba a duras penas, resentida, sin apenas poder seguir el ritmo del resto. Lola lo hacía encantada.
Horas más tarde sería Virtudes quién cubriría la ausencia de Lola, cual celestina, pues un romance clandestino brotaba de entre aquellas naves. Una mirada cómplice les delataba. El reloj de carrillón marcaba la hora acordada. Llegaban por fin esos escasos y anhelados minutos donde la pareja de enamorados tomaban un dulce respiro.
Lola se levantó, se colocó bien su negra mantilla, y con exquisito disimulo tomó uno de esos cigarrillos tan preciados, lo escondió en su roete el que adornó con un rojo clavel, encubriéndolo sutilmente. Atravesó la nave con soltura, hacia el taller donde los hombres trabajaban el tabaco en polvo. El tiempo apremiaba, sabía que no podía dilatarse.
Un entramado de galerías subterráneas era el punto de encuentro. En aquel arco de medio punto se citaban. Manuel contemplaba embelesado sus andares, caminando hacia él. Se acercó muy lentamente y besó su mejilla. Con suma delicadeza soltó su negro pelo recogido en aquel moño, a sabiendas de lo que allí encontraba cada vez que se veían. Examinaba al detalle la perfección de aquel cigarro, orgulloso de su amada cigarrera, acariciando sus delicadas manos. Lola le devolvió el beso y ya con prisas, volvía a recogerse su pelo en lindas trenzas, y con un adiós susurrado, le decía adiós.
De pronto, escucharon unos gritos, el cuerpo de guardia menor se percató de la presencia de ambos a deshoras, algo que tendría consecuencias. Sin embargo, Manuel que conocía la nave a la perfección, tomó de la mano a Lola y juntos recorrieron retorcidas encrucijadas que libraron airosos milagrosamente.
Entre risas y el corazón a mil, se despidieron cantando eso de: “Lleva la cigarrera en el roete un clavel para dárselo a su Manuel”…

Me encanta el hecho de que haya una foto.
Da mil detalles culturales que permiten imaginarse la historia de forma muy vivida.