• El sollozo de aquella mujer de Nazaret
Cuando ya ha comenzado el verano en nuestra ciudad, en estas tórridas noches en las que buscamos cualquier soplo de caricias que nos vengan aliviar el alma, es cuando aparece Ella.
En estos calurosos días, donde el tiempo hasta parece distinto, cuando la mayoría de nuestros ciudadanos marchan de vacaciones, todo parece en calma. Es entonces, cuando más me gusta deleitarme con los recuerdos.
Abro la ventana, así parece que nada intermedia entre nosotros, es como más libre todo, como sino hubiese interferencias que puedan cortar nuestra unión. La calle se hace silencio en estas horas de la noche porque todo el mundo sueña, pero en mi caso, me toca soñar despierto. Y me pongo a rememorar todo lo vivido, es como montarme en el Delorean y regresar al pasado, en ese tiempo del que fui feliz. Me gustan las noches así, donde el fresco es proporcionado por los recientes recuerdos, así no hay calor que se resista.
Y hoy, me trasladé a la noche del pasado Viernes Santo cuando mi Madre me cogió de la mano a la altura del Puente de Triana y me llevó todo el camino de vuelta hasta su misma casa. No quiso soltarme de la mano ni yo quería perderme de su vera.
Sé que me brillaban los ojos, sé que en mi rostro se dibujaba una sonrisa difícil de borrar. Fíjate que ni el tiempo aún ha podido borrarla. Sé perfectamente que todo era un regalo de mi Madre… lo sabía.
Venía toda vestida de Majestad, venía como llama incandescente repartiendo… Luz.
Me roció con el aroma de sus claveles rosas… y no hizo falta más.
Y allí que quise detener por siempre el tiempo en mis fotografías. Quise ese tiempo para mí, lo quise para recrearme en tanta belleza bajo bordado palio.
Y ahora que vuelvo allí, contigo, Madre.
No sé cómo explicarlo, pero…
Ella es la flor más bella del jardín cachorrista. Ella es la luz, cuando entramos en la oscuridad. Ella es quien calma nuestra ansiedad, nuestros dolores y quien mantiene en sus ojos… nuestras lágrimas. Ella lleva prendada en su corazón un dolor de hace cincuenta años, porque no se olvida de sus hijos, de aquellos que sufrieron la pérdida de su Madre. Ella es quien cada Viernes Santo sigue y persigue el lamento de su Hijo desde un sangriento palo.
Todo esto y más podría decir de la que es mi Madre, de quien escucha mis más sentidas oraciones, de quien lo sabe todo de mí. Ella, como buena Madre que es, ya sabe lo que me pasa cuando acudo a su presencia y a sus buenos consejos. A Ella es a quien me dirijo primero al entrar en su Casa. Su mirada es comprensiva, atenta, celestial y acogedora.
Prendido de la delicadeza de tus manos,
Allí es donde tienen cobijo mis lágrimas.
Tu palio, joyero donde se guardan,
Recuerdos de cuando a mí llegaste.
Olvido de tanta pena ante tus plantas.
Cruzo tu puente para nuestro encuentro
Inciertas mis dudas y mis miedos, pero…
Nunca una luz fue tan poderosa.
Imaginar que nunca te fuiste
Orando a tu verita cada Viernes Santo.
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