La butaca del fondo de la salita se balanceaba lentamente mientras de la habitación salían esencias de incienso de antaño. En la butaca con tapicería de flores y brazos de madera, una abuela arrugadita con rodete bajo que recoge su escaso pelo canoso. Una bata, unas zapatillas de paño a cuadros y los avíos de hacer punto encima de la ropa camilla. A un lado, un cuadro de su Esperanza y en el rincón bajo del marco, una vieja estampa de Sor Ángela.
En el cristal de la mesa de camilla estampas de todas sus devociones: el Cristo del barrio que la vio nacer en tiempos muy lejanos, la Virgen que le robó el corazón en su juventud y las devociones de sus nietos ya mayores. De fondo, Amarguras…
Un portazo rompe la paz de esta abuela y las pisadas ligeras por la escalera presagiaban lo inevitable; su nieto, el torbellino inundado de aceleración, alegría y vitalidad volvía de fiesta con la cara pintada y claras muestras de noche de desenfreno.
Al instante, música alta y compases de una chirigota con acento chulesco que nos recordaba que en 2024 siguen habitando hippies descarados, luchadores por unos valores muy suyos.
En el camino, un tufillo a otros tipos de inciensos dejaba en el ambiente el joven desaliñado de hechuras desafiantes.
Una guitarra se oía, pisadas a compás, al compás de un cuplé que acababa como la Torre de Preferencia, abajo, el solo de Rocío y una abuela que cierra los ojos hará la hora de comer.
Es miércoles de ceniza y esta tarde la llevarán a misa, a que le impongan las cenizas como le enseñaron sus mayores.
Arriba se hace el silencio, el sueño también rinde al jovenzuelo que cae rendido en su cama deshecha sin descalzarse.
Ambos se entienden, saben que cada cual tiene su momento…
Doña Cuaresma y Don Carnal se abrazan en el limé del entendimiento y de la lógica donde ninguno puede vivir sin el otro. Abuela y nieto se desviven por el otro aunque convivan en etapas antagónicas del tiempo.
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