Antes de abrir la lámina, incluso antes de actuar el cajón don de guardo con reveló mis lápices de expresar me pregunto cómo podría dibujarte la ira.
¿Un nubarrón de nubes grises? Podría ser una tarde otoño cualquiera…
¿Un manchurrón de tinta? Bien podría ser la lámina de un novicio aprendiz en el arte.
¿Un manojo de cables pelados en un registro? Podría ser la trastada de cualquier adolescente traumatizado con su infancia.
Cómo ven, a veces no basta con sacar los lápices o un pincel y dejar volar la imaginación o plasmar en el papel aquello que un buen día ves y que te saca una sonrisa.
Tal vez no deba seguir pensando y sacar ya la lámina veintitrés -no pregunten el porqué de ese número, solo fue el primero que brotó de mi pensamiento-, abrir el cajón y comenzar a trazar, dejarme llevar por suave roce del carboncillo del lápiz sobre la rugosidad del papel y ver qué surge. Y surge una bola de basura a los pies de un contenedor, y surgen esas nubes grises muy oscuras que se podrían interpretar antes, y un manojo de cables acusados de manera aleatoria y arbitraria con la maldad de la improvisación y ante tal descaro y desvarío, un arrebato me lleva a simular un goterón de tinta. Imaginen la velocidad de muñeca y mi cara al apretar el lápiz cual pequeño juvenil.
Una farola apagada no ayuda a que la obra tome puntos de luz y una cara se asoma, como regañando, con un ceño fruncido y un puño al viento cuando unas gotas de lluvia parecen humedecer los cables.
Una duda me asola, ¿mi cuadro representa la ira o es el pintor quién la siente y la muestra de esa manera?
Sin duda, sea cual fuere la respuesta, el contenedor dibujado debe realizar su función y contener a los tres: a la ira, a la bolsa de basura a sus pies y al propio papel donde he expresado este sentimiento tan desgraciado.
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