Extendía sus alas ya un tanto debilitadas. Como guardián de las puertas del Edén, no podía permitírselo, pero el cansancio afloraba ante la resistencia y aquél obstinado querubín, no quería mostrar ni una pizca de debilidad, a sabiendas que tocaba ceder su puesto, pues otra misión le aguardaba. Quiso echar la vista atrás y se emocionó entre tan benditos recuerdos.
Podía describir a la perfección, cuánto allí contempló, milenios atrás, cuando todo daba comienzo en aquel paraíso terrenal.
Una vegetación exuberante daba color ante un cielo azul majestuoso. El jardín estaba ubicado en un lugar privilegiado, de inagotable esperanza, lo llamaban el jardín de las delicias. En un llano fluvial, dilatado y fértil, el caudal de un río, de nombre Guadalquivir, engordaba y extendía sus brazos entre varios arroyos, Tagarete y Guadaira, que se abrían paso entre arboledas y pastos, terreno de fortaleza natural.
El árbol de la vida echó raíces en tierra santa, el mejor de los anclajes para un árbol ancestral. Muy profundas y dispersas, a veces incluso expuestas, donde se aprecia el paso del tiempo. Puedes tocarlas, traspasarán los sentidos, haciéndote vibrar por momentos. Tronco del que brota vida con sus frutos, respondiendo a los estímulos del entorno dónde el aroma a azahar se cuela entre callejuelas y recovecos.
Una muralla cercaba este paraíso a modo de protección, las distintas civilizaciones que la vio crecer la modificaban, por siglos se ensanchaba fortaleciéndola, por siglos ganaba o perdía pureza atendiendo a las nuevas culturas. A nuestro entrañable centinela se le acumulaba el trabajo entre torreones, puertas, arcos y postigos, sin embargo pudo controlar todos y cada uno de los accesos y la vida resurgía sin más en el Edén. Puerta del Arenal, la de Carmona, de la Carne, Osario, Macarena, Postigo del aceite, Triana…
A pesar de no tener contacto directo con los humanos, influía positivamente sobre ellos e inconscientemente, él se dejaba llevar también en el devenir de sus vidas. Era sin duda, una relación mágica, sobre todo cuando llegaba el mes de abril, donde la primavera paseaba coqueta entre adoquines. El querubín embelesado, rozaba el mismo cielo, algo a lo que estaba un tanto acostumbrado, sin embargo era indescriptible, cuando una corneta, al unísono, le susurraba su marcha favorita. Ahí perdía pie y agitaba sus alas con vehemencia.
Quizá tanto sacrificio y derroche de honestidad tenía su recompensa, aunque confiesa haberse sentido siempre afortunado. Ahora en su nuevo rango, cual serafín, contemplará a su Dios bien cerca y en una semana grande, aliviará ese pellizquito, paseando por el Edén, ese que no olvidará jamás, siempre a sus pies, siempre a sus puertas…
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