
Un monte de claveles rojo y mansedumbre me eclipsó. Un jueves santo, una Semana Santa, en Sevilla. Un lento y sentido caminar acariciaba las callejuelas y sus entresijos, aliviando el alma con un suspiro conmovedor, sucumbiendo quizá, a ese pesar de alguna añoranza.
Transmitir calma es un don, una especie de milagro de la vida. Son pocos los que pueden alcanzarla. Nunca en su totalidad, pero sí a pedacitos. Un Nazareno, llamado de la Pasión la derrocha. Quizá, si lo acompañas en su caminar, si dejas posar tus pies sobre sus huellas, una pequeña porción te será brindada. Con eso bastará…
El sosiego se cuela entre ese abismo que se da entre el madero y las yemas de sus dedos, sin apenas rozarlo, es sobrecogedor. Sin embargo, el peso de la cruz si se hace patente, pues una espalda encorvada hace mella sobre unos hombros que lo soportan. Un realismo brota en ese momento cautivador y es entonces cuando visualizo lentamente tus hechuras, donde me detengo y me pierdo en el tiempo, pero no me importa, pues es sin duda reconfortante. Digno de alabanza, pues Jesús de la Pasión camina sobre un plateado silencio, ante la inmensidad del Salvador una vez más.
Un hilo de oro entrefino juega con el terciopelo y se desliza entre tu túnica, realzando aún más si cabe tu belleza. No obstante, me inclino por aquella túnica clásica, de un morado que conecta con lo divino, morado pasión, deslumbrando sencillez.
Un dilema me inquieta cuando al visitarte hallo tus manos replegadas y atadas a la altura de la cintura. Dejas la cruz a un lado y tu figura toma otro sentido. Es ahí cuando tu inclinación corporal toma otro significado. Esa suave curvatura es majestuosa, la resignación habla por sí misma.
…eso mismo le dijo Montañés extasiado por su belleza sin igual. En un momento de locura, privado de juicio, gritó a su obra cumbre al unísono: ¡habla! Desde entonces el Nazareno susurra a Sevilla, en su semana grande. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra…

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