Hizo sonar su alarma. La misma que ponía todos los domingos. Siempre fue muy madrugador. Le daba un dulce beso a su señora, ambos sonreían. Mientras ella quedaba en casa, con sus quehaceres, él partía sin más, a su cita dominical.
Una vez más llegó temprano. Pero no le importaba. Quizá era su mejor pretexto. Pasearía entre los rayos de sol, esos que acariciaban el templo. La avenida de la Constitución aún por habitar, presumía coqueta su tímida soledad, pues en breve el gentío la colmaría de vida y la rutina se adentraría de lleno en tan linda travesía.
Se perdió entre sus pasajes, cada domingo elegía uno. Daba igual cual fuera, todos conducían a su destino, la Plaza del Cabildo. Un semicírculo, que roza la perfección de la geometría. Hermosos arcos desfilan entre hileras de columnas, frescos pincelados engalanan este recóndito lugar.
Rozando ya el medio día era hora de mover fichas. De su pequeña talega, la misma que llevaba siempre consigo, sacaba su mayor tesoro, su apreciado taco de estampas. Estampas de fútbol. Una gomilla elástica se encargaba de tenerlas a buen recaudo. Muchos domingos de colección, demasiados sobres sin la ambiciosa estampa, muchas copiosas y repetidas, de ahí su saturado acopio.
De pronto, niños y padres se arremolinaron ante él. Echó el anzuelo y picaron. La nobleza jugaba un papel arrollador. Las estampas iban de mano en mano. Cada uno era dueño absoluto de las suyas. No cabía engaños. No cabían saqueos. La inocencia escogía la estampa anhelada y el intercambio era mutuo, sin duda, un juego limpio y majestuoso.
Tras una intensa jornada, aún quedaba lo mejor, llegar a casa y encontrar la mayor de las recompensas. Besó de nuevo a su mujer y entre risas escuchó aquella vocecilla: ¡abuelo!
¿Sabes? He comprado varios sobres de estampas. Acabo de abrir uno y otro lo he dejado para ti. El pequeño fue al encuentro de su álbum. Sabía la página de memoria, el número exacto de su estampa. Ahora todo era cuestión de suerte. Sin embargo, el abuelo había jugado sus mejores cartas. Entremezcló la ansiada estampa entre el resto, a sabiendas que ya no era necesario comprar más, pues halló el deseo de su nieto, entre muchas mañanas de domingo, en el barrio del Arenal, en una preciosa plaza, la del Cabildo…
Ya ves, coleccionando deseos…
Tala López Soriano says
29 agosto, 2024 at 07:54Que bien escribes! Me encanta!