
La joven se sentó en el primer peñasco que encontró en la fría orilla del pequeño riachuelo que conducía a la nada, el frío de la noche se cuela por sus costillas y le hacía castañera los dientes poniendo su casi transparente piel se erizaba. Pero ella no lo siente. Ya no siente casi nada. Solo la asfixiante presión en el pecho y el vacío que le consume por dentro. Mira hacia el cielo, encapotado, hacia la Luna, esa luna blanquecina y perfecta, tan distante, tan inalcanzable. Susurra, con la voz rota:
—¿Por qué yo? — se pregunta retóricamente lanzando su desgarradora duda al pequeño cauce. La Luna no responde. Nunca lo hace.
Aprieta las manos sobre sus rodillas huesudas, la tela del pijama colgando suelta, pero no lo suficiente. No es suficiente, nada lo es. Nada nunca lo será. En el espejo del río, la imagen de su cuerpo distorsionado la observa desde las sombras del silencioso y tétrico bosque. Ella se imagina a sí misma como un monstruo, como una aberración. Cada vez que cierra los ojos se ve aún más grande, aún más repugnante.
—Estoy gorda, Luna. —Su voz es un hilo apenas audible—. Lo sabes, ¿verdad? Nadie lo entiende. Nadie me quiere entender. Nadie ve lo que yo veo. Nadie lo quiere ver.
Cada mañana se despierta con la esperanza de ser más pequeña, más ligera, más transparente. Se mira en el espejo de su cárcel llamado cuarto y la angustia se apodera de ella. Sus costillas ya se dibujan como ramas secas bajo su fino pellejo, sus clavículas son tan afiladas como cuchillos. Sus pómulos… Y aun así, todo lo que ve es grasa, todo lo que siente es odio. Dónde quedó aquella joven que llamaba la atención por su belleza.
—Ellos dicen que estoy enferma. —Sus ojos se llenan de lágrimas que nunca terminan de caer, como si ellas tampoco tuvieran fuerza—. Pero no entienden. Me ven con lástima, me hablan con esas voces suaves. “Come un poco más”, dicen. Como si no supieran que cada bocado es una guerra. Cada mordisco es una batalla que pierdo.
El hambre es su único compañero fiel. El hambre es el único que le dice la verdad. Le grita desconsolado desde las entrañas, le susurra al oído que aguante un poco más, que el dolor la hará perfecta, que el vacío la purificará. Pero el dolor no termina nunca. El dolor se instala en sus huesos, en sus entrañas y se queda a vivir bajo su piel. Y aún así, sigue. Sigue privándose, sigue rompiéndose, sigue haciéndose añicos lentamente, poco a poco, sin que nadie lo note realmente.

Una nueva noche, una nueva conversación a solas, con ella misma, con La Luna como testigo desde el ventanal de su cuarto.
—¿Tú me ves, Luna? —pregunta, mirándola fijamente—. ¿Ves lo que soy? ¿Ves lo que me he hecho?
En su mente, la Luna lo ve todo. Es su guardiana, su custodia y su única mejor amiga, a la que le confiesa cada pensamiento, cada palabra, cada sueño. La Luna la observa cada noche mientras su estómago ruge y las náuseas la zarandean, mientras la báscula se convierte en su juez y verdugo. Y aún así, la Luna no la juzga. La Luna simplemente está ahí, fría e inalterable, observando cómo ella se consume, cómo desaparece.
—No quiero sentirme así. —Las palabras salen con un sollozo ahogado—. No quiero, pero no puedo parar. Me odio tanto. Odio todo lo que soy, todo lo que no puedo ser.
El silencio de la noche es intenso, incesante y muy gélido. Afuera, el mundo sigue girando, la gente sigue viviendo, respirando, comiendo, riendo. O eso piensa ella, que no ve los llantos callados de sus padres viendo como su hija se les va y no hay manera. Y ella está atrapada, congelada en su propio cuerpo, prisionera de su propia mente.

—Solo quiero desaparecer —susurra al final, como un ruego—. Ser tan pequeña que nadie me vea. Ser invisible. Desvanecerme.
La Luna sigue en silencio, inmutable. La luz pálida baña su rostro, y por un instante, la niña se siente pequeña de verdad. Tan pequeña como quiere ser, tan ligera como el harapo de tela que cuelga de milagro de su camisón. Pero el espejo sigue ahí. Su reflejo sigue mirándola, acusador. Y entonces recuerda: nunca será suficiente. Ni siquiera para la Luna.
Se aparta de la ventana, dejando tras de sí una sombra delgada y frágil, una sombra que alguna vez fue una niña y que parece imposible que vuelva a ser.

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