
Bendita fue su locura, esa cruel y sedienta que hacía posible su vivir.
Nunca la temió, no, pese a que le había arrastrado a pecar en todas las formas posibles, y a alimentarse de los restos de la belleza y el amor que profesaba hacia la razón de sus suspiros. Él estaba muerto en vida y lo había hecho todo. Todo con tal de preservar al dios de sus memorias cerca, tan cerca, que sacrificó hasta lo imposible, incluso al primogénito de éste en su ser, como él se lo hubiera pedido. Porque en el momento en que naciera, ya como un hombre, construiría un mundo mejor para todos los que estaban perdidos en la nada. Esa nada que nos les permitía ver la realidad.
Desde el manicomio lo pensaba, y desde ese encierro, él esperaba día tras día al dios de sus oraciones. Al salvador que le brindaría la cordura que de joven hubiera perdido.

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