
Volviendo a mi historia, en ese entonces era difícil creer cómo podía llevar la vida que llevaba. Tomaba una serie de psicofármacos y antipsicóticos para frenar la adicción y la depresión, mientras seguía con la adicción y la depresión. El caos era lo normal, la tranquilidad la excepción.
Cada momento parecía estar discutiendole al cosmos que me matara, y, sin embargo, no moría. Había noches en las que chocaba mi coche dos o tres veces por salida. Tenía peleas con otras personas, generalmente por alguna mujer, así que bien merecidos tenía esos golpes. Tengo la tendencia a querer lo que no tengo. Lo último que recuerdo de esa etapa es estar bailando en una discoteca, recibir un cuchillazo en el ojo y, a partir de ahí, todo fue sangre y sexo desenfrenado con la chica que me había generado la pelea. Ah, y al otro día, nueve puntos en el ojo. Mientras huía de esa ambivalente búsqueda del no vivir, el sueño era un lujo que poco me permitía. Mi cuerpo era arrastrado violentamente hacia un destino fatal, pero algo me mantenía aferrado a una fugaz y tenue manifestación o expresión de vida. Era una contradicción tan tajante que hacía dudar de la ironía, porque vivir suponía una tortura, pero al final, no fallecía.

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