
Una pequeña mancha blanquecina sobre su garganta le delató, efectivamente se trataba de uno de tantos vencejos que apoyaba sus garras sobre la piel de bronce de la giganta cervantina. Ella los dejaba juguetear, entre las flores de lis de su corona, pero tras mantenerse inmóvil por horas, emitía una especie de bostezo al cambiar de postura y echaban como locos a volar.
Entonces comenzaba el juego con la gran dama. Inquietos, revoloteaban en derredor y le regalaban una imagen sin duda inusual al extender sus alas, formando una especie de media luna, como algo hipnótico. Ella sonreía y contemplaba el espectáculo. Le hacían llevadera una pactada soledad, la misma que le acompañaba en tan leal vigía.
Aquel día, la llanura de Sevilla apenas se distinguía, algo que alertó a la que llamaban fe victoriosa, el Giraldillo. Una densa niebla impedía ver la grandeza de su ciudad como de costumbre. Su persistencia le llegó a incomodar. Así que, con suma delicadeza, a pesar de su porte guerrero y fría belleza, tomó la palma a modo de plumero y depositó aquellas nubes bajas allá en la sierra norte, pues estaba escrito que la tarde sería de paseo, tirando del refranero.
Y paseó, allí desde lo alto. Se dejaba llevar por los viandantes que se entrecruzaban por lindas callejuelas, cual laberinto, donde cada rincón encajaba como punto de partida, pues gustosamente te podías perder sin encontrar la salida, pero no importaba, pues allí estaba ella, para orientarles, dirigiéndoles a escondidas. De entre las labores propias por y para la ciudadela, la de protección era sin duda su preferida.
A veces se exigía demasiado pues se veía obligada a bailar al son del viento, sin querer dar la espalda a la otra parte de la ciudad, algo inevitable que le lastimaba. Así que, siendo de caprichosa naturaleza y un tanto impredecible, hacía de las suyas interfiriendo en la leve ventisca aunque tan solo fuera un ratito. Oteaba aquello que echaba de menos, que todo estuviera en su sitio, sanaba su pesar y volvía a su posición, totalmente complacida.
La majestuosa veleta, de elegante y esbelta figura femenina, desde aquel lugar privilegiado, sentía que no era digna de cuánto en esta tierra acontecía siendo ella siempre, la primera en advertirlo. Ante un cielo diurno, cuando se tornaba de un azul sevillano, ese tan característico, se sentía especialmente bonita. Buscaba sin pestañear el reflejo de su río y solo entonces se lo creía. Y cuando el cielo nocturno se hacía patente, en un firmamento salpicado de estrellas, las tomaba prestadas y adornaba su pelo, ese que escondía tras su casco. En esta ocasión la luna llena reflejaba su poderío y ambas se perdían risueñas en la noche.
Demasiados años ahí en la cúspide, demasiadas anécdotas que contar y Sevilla misma, a sus pies, se siente complacida de tener a la mejor de las anfitrionas, maestra de ceremonias y diosa de su idiosincrasia.
¡Anda, llévame de paseo Santa Juana!

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