
Una ligera y fría ráfaga de viento acariciaba los dorados cabellos de Celeste mientras caminaba por el bosque con un ramo precioso de flores entre sus pequeñas manos. Su padre le había contado que su madre, al partir, no desapareció, sino que se convirtió en un árbol majestuoso, de hojas que susurraban canciones al viento.
—Cuando extrañes a mamá, ven aquí —le dijo él—. Este árbol será su abrazo, su voz, su amor eterno.

Desde entonces, Celeste visitaba aquel árbol todas las semanas. Se sentaba bajo sus ramas y hablaba con él, como si su madre la escuchara desde lo alto. Le contaba sobre la escuela, sobre las flores que había escogido y sobre cómo papá intentaba peinarle el cabello, aunque nunca quedaba tan bien como cuando lo hacía ella.
Pero una tarde de invierno, al llegar al claro donde el árbol se alzaba, Celeste encontró sus ramas desnudas y su tronco cubierto de nieve. Sintió un nudo en la garganta.
—Mamá… ¿te estás yendo otra vez?

Las lágrimas quisieron brotar, pero entonces una ráfaga de viento sacudió el árbol y unos copos de nieve cayeron sobre ella como una caricia suave. Celeste levantó el rostro y vio cómo, aun sin hojas, el árbol seguía allí, fuerte y hermoso, esperando la primavera.
Ese día comprendió que la ausencia no era olvido y que el amor, al igual que un árbol, nunca desaparece, solo cambia de forma.
Y así, con una sonrisa entre lágrimas, Celeste dejó sus flores en la base del tronco y susurró:
—Gracias por seguir aquí, mamá.

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