La otra tarde, sentado en un bordillo del silencio, vi corretear sus miradas por un sendero amarillo repleto de fortuna.
Apenas se dijeron nada. Y sin hablarse, se dijeron de todo.
Les bastó un simple roce de dedos. Un simple selfie. Un simple beso robado al aire, a los labios, al cuello… en torno a una calle ensombrada por mil torres.
Sus huellas llevaban demasiado tiempo sin pisarse y, con los años, ambos entendieron que las primaveras hay que exprimirlas. Los inviernos hay que sentirlos. Los otoños hay que descalzarlos. Y los veranos hay que sudarlos entre sábanas y risas.
Y los dos habían reído demasiado tiempo alejados el uno del otro.
Por eso, necesitaban exprimir el tiempo que les quedaba en la retina de los sueños, sin preguntas incomodas, sin reproches de alcoba, sin levantar la voz excepto si era para gemir, para gritar, o para decirle al mundo asomado a una ventana que el amor es la cosa mas irracional de las cosas racionales.
Pero es que Cupido es así. Sus flechas son así. Sus guiños son así.
Y así fue como uno le juró amor eterno al otro, mientras el otro le susurró que lo esperaría toda la vida sin vacilar porque a su lado fue, es y será eternamente feliz.
Como feliz fue yo al contemplar cómo dos personas se andaban amando en estos tiempos en los que tanto asusta masticar el verbo amar.