El tiempo libre, ese momento que todos buscamos, es el tiempo en el que vivimos. El resto del tiempo se pierde entre obligaciones, fases de negación y etapas depresivas.
Mientras nos aburrimos, pensamos, mientras nos relajamos, pensamos y mientras pasa todo esto, y pasa la vida, vivimos.
Añoramos, mientras cabalgamos en la vorágine de la maldita rutina, encorsetado en los horarios, las reuniones, las falsas sonrisas y las palmaditas en la espalda; un poco de soledad. El miedo que suscita esa palabra, hace que rehuyamos de ella, sin ni siquiera conocerla ni darle una mísera oportunidad.
Con ella, no hay más que tú contigo mismo. Por lo que si te asusta, te asustas, es que el proceso está en marcha. Es el objetivo.
No podemos tener miedo a los silencios, no podemos rechazar los tiempos muertos, las horas perdidas. Hay que aprovecharlos, hay que exprimirlos y dejarse llevar.
Ser, no actuar. Fuera las máscaras, la ropa de alquiler y los confetis coreografiados. Hay que bailar en público como cuando se está solo en casa. Cantar a grito pelado, como cuando se está en la ducha y reír o llorar como lo haces tumbado en el sofá de tu casa. Ser, y dejarse ser, ser con libertad real.
Me aburro, por tanto pienso, luego existo. Y si sigo pensando, mientras pienso, sigo existiendo. Y aunque no todo lo que pienso llega a materializarse, los pensamientos no paran de fluir y al pensar surgen las ideas. De todas esas ideas, probablemente alguna acabará produciendo algo, lo que sea, fuera de la realidad en la que vivimos.
Y al salirme de mi certera existencia, es cuando disfruto de mi tiempo.
El tiempo libre, ese tiempo para la desconexión y para el relax.
¿Dónde queda?