Lucía preciosa con su vestido de novia. Se apoyó sutilmente sobre la imponente muralla, esa que pareciera distar entre dos mundos tan distintos. El fotógrafo quería captar ese momento y fue entonces cuando el encanto de un hechizo quiso mostrar la esencia de tan singular adarve. El pasado transitaba de puntillas queriendo hacer valer el “Muro del Agua”, como siglos atrás era denominado.
La joven enamorada presionó sus manos sobre el muro y pudo visionar ese pequeño paraíso del conjunto palaciego en aquella época más señorial de la ciudad. Taifas sevillanos, Reyes y gobernantes, paseaban gustosos por los jardines de los Reales Alcázares, cerrando importantes negocios.
Sin creerlo, aquella novia, sintió por momentos la frescura del líquido tan preciado en su interior. El agua era sin duda, el mayor de los secretos. Fluía en el interior de la muralla, y abastecía a la ciudad, desde Carmona. Mecanismos hidráulicos, de pureza arquitectónica, discurrían minuciosamente de forma predeterminada para hacer las delicias del monumento. El agua susurraba la dicha y el gozo de su transcurso por tan bellos jardines.
A paso lento, la joven iba adentrándose en la estrecha y sinuosa calle, cual mágico túnel, que se ensombrecía por momentos, entre plantas trepadoras y enredaderas que protagonizaban sus riñas con esos destellos de luz que pretendían inmiscuirse.
La linda travesía por el legado judío llegaba a su fin. El novio tomó la mano de su prometida, volviendo en sí, pues una especie de hipnosis de encanto le había cautivado, algo que se desvaneció poco a poco e hizo que la pareja siguiera disfrutando de su momento.
La magia de unas fotos hablaban por sí mismas. Precioso rincón dónde perderse en todos los sentidos, en cualquier época, callejón de callejones…