Hoy no había función o eso pensaba. Deambulando con mis mazas, una escalera y la vieja gorra que mi abuelo dejó en herencia decidí pasear feliz por las calles de mi ciudad y un un semáforo se convirtió en escenario improvisado.
Señal en roja, coches que se detienen y sin presentación, me dispongo a deleitar a mi también improvisado público con los números más arriesgados. No podía fallar, y como dicen, el show debe continuar.
Primero sujeté la escalera por la que tú subes y bajas sin más, con mi barbilla. Buscar el equilibrio, máximo de concentración, mientras mi coleta, en perpendicular a los tres peldaños y mi adrenalina que solo hacía subir ante la cara sonriente de un par de niños que miraban atónitos desde los asientos traseros de los coches de sus padres. Sentía los aplausos incluso en el silencio callejero del momento.
Mi gorra de pana marrón cayó al suelo a la par que cojo mis mazas y pendiente de esa cuenta atrás que marcaba el final de mi show comencé lanzando tres mazas al aire para dejar lo mejor para el último número: cinco mazas a la vez, por el aire haciendo malabares y el deleite de lo exquisito público culminé mi número.
No recibí ni una moneda, el semáforo se puso en verde y una pequeña niña de dijo adiós con su mano mientras el coche se marchaba.
¿De verdad crees que no me ha merecido la pena?
Han sido segundos, un minuto tal vez, pero ella ha hecho que sea un momento único, irrepetible, digno de las grandes compañías que le dan la vuelta al mundo a bombo y platillo.
¡Qué maravilloso es el circo!