
Hay una pelea dentro de mí.
No con puños ni gritos, sino con silencios cargados y pensamientos que galopan como caballos desbocados. En una esquina, mi ego: brillante, ruidoso, siempre alzando la voz. En la otra, mi alma: paciente, suave, susurrando verdades que apenas puedo oírEsta mañana, el ego ganó el primer asalto.
—No eres suficiente —me dijo—. Mírate. No haces lo que deberías. No avanzas. No brillas. No cumples. No eres.
Su voz retumbó en mi pecho como un tambor de guerra. Me vestí con prisa, con culpa. Me miré al espejo y me vi con los ojos del juicio: cabello desordenado, ojeras como sombras de batallas pasadas, una sonrisa cansada que apenas se sostenía.
Pero mientras cerraba la puerta para enfrentar un día más, mi alma, delicada como la brisa de una ventana entreabierta, susurró:
—Mujer, eres poderosa.
Me detuve.
—¿Qué dijiste?
—Que eres poderosa —repitió—. Porque sigues caminando aun cuando dudas.
Porque sientes y no te avergüenzas de ello. Porque amas sin pedir permiso y sueñas aunque el mundo te diga que no hay tiempo.
Respiré. Por primera vez en días, respiré profundo. No para sobrevivir. Para habitarme.
El ego bufó, molesto por perder atención.
—¿Y qué vas a hacer con ese susurro? ¿Acaso crees que con palabras bonitas vas a llegar a alguna parte?
Mi alma, con su infinita ternura, respondió:
—No se trata de llegar. Se trata de recordar quién soy.
Y en ese instante lo supe: la pelea no era para ver quién ganaba. Era para que yo aprendiera a elegir.
Así que me descalcé por un segundo. Cerré los ojos. Me abracé. Y repetí lo que mi alma sabía desde siempre:
«Soy poderosa. No por no tener miedo, sino por no rendirme a él.»
