Aquí me tienes, a ras de suelo, meditando en esta ocasión sobre ti.
Estas palabras van dedicadas a ti que dudo que me leas aunque me ves, me desprecias mientras te resignas y continuas tu caminando cada mañana, por la misma acera, a la misma hora, con la amargura por bandera. Dicen que la cara es el espejo del alma. Miedo me daría adentrarme en tal oscuridad.

Y te dedico estas palabras de buena mañana atónito ante lo sumiso de tus días, lo asumido de tu existencia y lo encarcelado que te hayas en tu vida, en ti mismo, en tu existir.
Todos los días, de lunes a viernes, y algún sábado te veo, poco más o menos a la misma hora. Debe serlo por las sensaciones térmicas y la luz del dia similares. Mi reloj fue enterrado con aquella otras tantas cosas insignificantes hace años en aquel arríate donde solo florecen cosas muertas.
Te veo y solo me fijo en la esposas, en las cadenas que arrastras y en la soga que apretada, te cuelga del cuello y que te quita el penúltimo aliento de cada jornada.
No te falta la corbata, ni el maletín, ni el teléfono sonando. Posiblemente dentro vaya el portátil con mil y un correos por contestar, por cumplimentar mientras cada teclear se convierte en una nueva losa que cada vez te hace más y más pequeñito.
¿Seguro que estás viviendo?
Dos veces al año, en el Muro de las Lamentaciones se extraen las oraciones y peticiones escritas en humildes papeles y se entierra en el Monte de los Olivos. Ojalá, al menos dos veces al año, fueses capaz de detenerte, dejar las lamentaciones y los cabezazos contra tu propio muro a un lado y fueses digno de la vida que te han regalado y que estás malgastando por el qué dirán tus desconocidos de ese Club a los que llamas amigos.
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