Tal día como hoy cumplía años, nunca le gustó todo ese mundo de falsedades, decía, que se arremolinaba cerca de esas celebraciones en las que tenía que estar feliz por ser un año mayor o restarle un año a la vida que te quedaba.
Odiaba soplar las velas, odiaba los globos, odiaba las tartas y hasta los regalos. No necesitaba a nadie que le comprara algo por compromiso que después iría con total seguridad al cubo de la basura o a wallapop.
Se había vuelto práctica con el paso del tiempo, ya no tenía tiempo para necedades, convirtiéndose en una persona huraña y cascarrabias cuya única ilusión en la vida era dejar que pasara sin luces, aunque si con algunas sombras.
Había decidido esconderse en la penumbra de su desdicha, en la rabia de su pérdida, en el dolor de la ida sin vuelta. Sus ilusiones se fueron el mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar. Allí mismo decidió que estaba condenada a seguir viviendo esperando el momento de ese ansiado billete sin retorno.
Las luces apagadas, el frigorífico vacío, que más daba si la causa era el hambre o la pena, lo importante era el fin. Demasiado cobarde para hacerlo ella y terminar de una vez por todas con la condena que le había caído en suerte.
Nunca dejó de mirar al cielo, nunca dejó de ver aquella estrella que brillaba más que las otras, en la que en otros tiempos se encontraba con él en la distancia. Nunca dejó de pedir siendo atea. Nunca se dejó morir para intentar vivir, porque su perpetua era esa. Vivir muriendo cada día un poco más.
