No veo las líneas dibujadas en las aceras, no siento adoquines de diferentes colores en mi camino a la nada. Solo veo personas de colores, almas de colores y cielos de colores cuando el ocaso se hace protagonista arrastrando a uno al ostracismo momentáneo mientras atrae ondas lunáticas a nuestras vidas.
No entiendo de banderas, de patrias ni continentes; mi mundo tiene aceras, plazas y parques con bancos a la luz de una farola, cuatro cartones bien colocados y otro de vino, con suerte sin abrir.
No siento más que pena, dolor, rabia e impotencia. Me detengo ante la televisión de algún bar y solo veo banderas ondear, sangre y niños. Algunos incluso pueden seguir llorando, otros, orgullosos de nada, ondean sus religiones como pendón al que aferrarse para justificar lo injustificable. Y mientras, siguen escupiendo a la libertad y a la vida quitándola.
Unos piden unidad, tierra y libertad, otros piden tierras a cañonazos, y los que quedan ya preparan los cañones por aquello de la unidad y la libertad e incluso, la tierra.
Unos rezan agarrados a un águila en blanco y negro, otros asesinan a sus vecinos. Quizás no tenían sal que “emprestarles”…
Unos tienen la razón, otros la verdad y no distingo entre el bien y el mal.
Si supiera latín así lo escribiría pero el que mata o hace sufrir a un niño ha perdido todas las razones para seguir en esta vida.
Me marcho en busca de un rincón soleado donde seguir respirando en paz, en mi paz, que la de los humanos cada día me gusta menos. Y más si para llegar a su paz, no hay que parar de matar.
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