Anda, llévame a nuestra placita, le dijo ella caprichosa, cual antojo. Sólo tenía que decírselo una vez, para que él gustoso, cumpliera sus deseos. Una edad avanzada les delataba. Paseaban despacito, de la mano, sin prisas.
Caminito de entrada a la ciudad, a la sombra de un convento, una recoleta plaza de nombre Santa Isabel, esa que les pertenecía, aguardaba a la pareja predilecta. Allí seguía, tras años sin verla, tan linda y coqueta como siempre. Cuando se adentraban en aquella solería empedrada ambos sonreían. La fuente les daba la bienvenida, el agua les transmitía esa calma infinita, esa que ambos añoraban. Lugar en el que se dedicaron mil besos y sentidas confesiones, cuando la juventud revoloteaba, cual mariposas. Cual reflejo de aquella época, el amor mutuo afloraba con fuerza y se desbordó, dulcemente.
Tomaron asiento en el mítico banco, desde allí contemplaban la mejor de las vistas, un trocito de cielo azul entre aromas de naranjos. El amor mutuo que se procesaban se desbordó dulcemente, sin apenas mediar palabra. Con una complicidad innata, uno ayudó al otro, y la estampa que contemplé, sin duda, fue idílica.
Ella se tumbó muy lentamente, buscando un punto de apoyo sobre las piernas de su eterno compañero. Reposó su cabeza plácidamente, evadiéndose, cerrando sus ojos. Él, con total delicadeza, acariciando su rostro con un tacto exquisito, se recreaba, para asentir orgulloso, besándola en la frente.
Caía la tarde, los últimos rayos de sol se despedían del día, sin querer, tenían que regresar. Fue entonces cuando ella le susurró en un largo abrazo:
“Anda dime que me traerás una tarde más. Dime que seguirás acompañándome por siempre. Dime que no harán falta las palabras, porque ambos nos miraremos a los ojos y ya todo estará dicho. Dime que me tomarás de la mano y no me soltarás”.
Porque cuando echemos la vista atrás, podamos gritarle a la vida que hemos compartido, con pura y total certeza, pero, ¡qué bonito que fue…!
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