Esta historia de amor comenzó un veintiocho de febrero entre verdes y blancos anhelos, dibujando arrugas en las manos de ese abuelo que casi da su vida por aquello en lo que creía.
Hoy mis lápices dibujan un triste olivar; ramas que no entienden de tramas ni trabas y una tierra tan cuarteada como las manos dibujadas en mi papel. Gris, todo lo siento gris allá donde el verde andaluz debería resaltar.
Campo sin arar. Vistas desde esa ventana vacía de un hospital, sin médicos y sin material. Analíticas pendientes de analizar, pacientes capaces de volver a enfermar. Sangre negra que brota de las venas de un pueblo abandonado sin piedad.
Mis trazos improvisados, garabatos que detallan una mesa camilla, un tazón de café, un papelón de calentitos y una colilla a medio apagar que reposa en un cenicero de acero inoxidable, tan oxidado como los pulmones de un padre, hijo de aquellas manos abuelas. Una hogaza del día anterior sobre un mantel lleno de mijitas de pan, completa este bodegón, escena que ocupa otro lugar principal en el papel que os describo.
Líneas paralelas y perpendiculares le dan color a ese mantel y en la ventana una maceta y en el balcón la bombona de butano. Nada de banderas.
Para rematar, políticos con caretas, curvas que simulan una sonrisa que no es tal y nuestra bandera sostenida por unas manos siempre corruptas.
Sin duda, un cuadro para no enmarcar.
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