El mayor espectáculo del mundo abre sus puertas y antes de que comience el primero de los números en la carpa principal, todo el público ocupa sus lugares para no perderse absolutamente nada de lo que va a pasar.
Fanfarrias, estruendos, fuegos artificiales y una gigantesca llamarada bordea el carro hasta que aparecen unos títeres que empiezan a acaparar la atención del público. Curioso que ninguno tiene dibujada una sonrisa y sus voces no parecen sacadas de un espectáculo para divertir y hacer reír a niños y mayores.
A su lado, una marioneta danza a sus anchas a lo largo del pequeño escenario donde habita y con voz estridente se pasea ridiculizando a los anteriores consiguiendo incluso que uno de los títeres derrame unas lágrimas de serrín.
La escena no da para mucho más aunque si nos fijamos bien, nadie del público pierde de vista el show esperando un gran final. Los títeres siguen tragando serrín mientras la marioneta se sigue descojonando con esa vocecita estridente de los otros y todos, títeres y marionetas desconocen la existencia de sus hilos, los que los mueve, manipulados por una serie de individuos superiores que marcan los ritmos, el tempo de la escena e incluso son capaces de atraer la atención de todo ese público que embobados aplaudirán cuando se cierren las cortinillas del teatrillo.
¿Están seguros que les hablo de circo o del circo en el que ha convertido nuestras vidas?
Todos somos títeres y público en según qué escena; todos dirigidos, con hilos y alguno de ustedes, allá donde rebosa la maldad, bien podría ser esa marioneta dirigida que tristemente se ríe de los demás…
¿Extrapolamos el caso a las aulas?
¡Qué circo!
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