Ténganse estas líneas como un aviso tardío a un momento pasado, inalcanzable e inflexible, del cual tengo tan buen recuerdo que puedo permitirme el capricho de escribir sobre ello.
«Entiendo que no me quieras contestar, seguramente yo haría lo mismo, pero yo no soy tú en este momento, ni intento serlo.
Te voy a contar algo que nunca pudo salir de mí y esta es mi última oportunidad, no me daré un nuevo lujo, sería una incongruencia. Perdona por quedarme dormido aquella tarde en la que te iba a enseñar el río, con su serpenteante descenso a través de la carretera y de aquella peligrosa trocha. Sé, que prometí llevarte por el camino viejo y que, tras la última curva, nos comeríamos esas moras silvestres de las que te hablaba en sueños. Tú, no te atrevías, pero ese día estabas dispuesta o ibas a hacer ese esfuerzo por mí.
Lástima que los nervios aparecieran por la noche en mis sueños, privándome del descanso necesario. Al llegar el día siguiente, la ilusión pudo menos que el cansancio, y atraído por la siesta, caí rendido. ¡Qué rabia más grande tengo!
Y eso que el resto de nuestra historia fue maravillosa, hasta en su desvanecer silencioso y esperado. No hubo drama más allá de la la pena de no saber qué más hubiera pasado tras ese amor de verano.
El tiempo nos dio otras oportunidades, unas mejor aprovechadas que otras, pero siempre sinceras y memorables. En concreto fueron dos, en la última, una nueva espina se clavó en mí. Benditas catacumbas, con aquel vals de fondo… todo quedó en un tímido arranque. Después, ya más envalentonado, ondeó una bandera roja a destiempo. Fin de la historia, ya que nunca hubo otro último intento.
Ahora, ya es tarde, como aquel día, pero no puedo dejar que pase más tiempo para decir esto que escribo, sin más necesidad que la de juntar letras que formen palabras y me dejen vivir tranquilo.
Siguen las moras frescas, con más caudal anda el río. Qué pena que te marcharas, qué triste que está el camino. Contigo se fue el verano, dando paso al frío.»
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