En el anodino escenario del mundo que nos ha tocado vivir, allá donde la información y la desinformación fluyen como un torrente incesante y las voces se multiplican en un eco interminable, la juventud transita por un sendero cada vez más incierto. Son los jóvenes, los herederos del tiempo, quienes enfrentan una paradoja desconcertante: en una era de aparentes libertades, la verdadera identidad se pierde como un susurro ahogado en el viento.
Vivimos en una época saturada de estímulos, donde cada paso parece estar marcado por la urgencia de pertenecer a algo, de encajar en un molde predefinido -normativo le dicen ahora- por las tendencias que dictan las redes sociales, los medios de comunicación y las narrativas hegemónicas de cuatro pelagatos que se hacen ricos a costa del ser casi humano. Los jóvenes, ávidos de conexión y sentido, se sumergen en este mar de influencias, a menudo sin advertir que, en el proceso, se desdibujan sus contornos, se diluyen sus esencias sin la capacidad de contextualizar y desvirtuar esa realidad por la que deambulan.
Antes, el desafío de la juventud era el descubrimiento; hoy, es la resistencia. Resistir la tentación de conformarse, de fundirse en la masa plana de opiniones aún más planas y modas pasajeras que invaden su existencia. Los antiguos filósofos hablaban del “conócete a ti mismo” como un imperativo para alcanzar la plenitud, pero en este presente abrumador, el conocimiento de uno mismo es eclipsado por el brillo seductor de una identidad impuesta, que cambia al ritmo de las corrientes del momento.
En este teatro de sombras sin luces, los jóvenes se enfrentan a la pérdida de su personalidad, atrapados entre la búsqueda de la autenticidad y la necesidad de aceptación social para llegar a casa sin llorar en . Muchos, sin saberlo, adoptan máscaras que no les pertenecen, gestos que no son suyos, palabras que nunca resonaron en sus corazones. Así, la autenticidad se convierte en una moneda rara, y la originalidad, en un acto de rebeldía -aquello que siempre poseyó la juventud-, en un mundo que recompensa la conformidad.
Es un juego peligroso, este de renunciar a la propia voz para unirse al coro ensordecedor. Porque en ese acto de mimetización, en ese deseo de pertenecer, la juventud pierde algo más que su personalidad; pierde la chispa única que define su ser, el destello irrepetible que la hace singular en el vasto universo humano. En ese olvido, en esa renuncia, se desvanece también la promesa de lo que podría llegar a ser.
Sin embargo, no todo está perdido. Pues en cada joven arde, aunque sea tenue, la llama de la inquietud, el deseo de trascender más allá de lo impuesto, de romper las cadenas invisibles que sujetan su espíritu. Hay esperanza en la conciencia del desarraigo, en la reflexión que nace de sentirse perdido. Porque solo quien se siente extraviado puede buscar con verdadera pasión el camino de regreso a sí mismo.
En el laberinto de la modernidad, la juventud aún tiene la oportunidad de redescubrir su esencia, de encontrar su voz entre el clamor y, con ella, forjar un destino que no sea simplemente el reflejo de otros, sino la expresión genuina de su ser más profundo. Y en ese proceso, recobrarán no solo su personalidad, sino también el sentido de su existencia en este vasto, y a veces hostil, maldito teatro de la vida.