
Vivía atrapada en su propio universo, allí, cada idea se volvía un remanso seguro, pero al mismo tiempo, tiempo que jamás entendió que había sido malgastado, una celda dorada que la aislaba de todo.
Prisionera de sus propios pensamientos, de sus propias ilusiones y rodeada de sueños incumplidos e irrealizables, nunca jamás los compartió con nadie. Temores, miedos, inseguridades.
La realidad se detenía a las puertas de su mente, donde construyó un refugio que le protegía del mundo, pero también le alejaba definitivamente de él. De todo él.

Todo cambió. Un buen día tomó el arrojo necesario y Con la determinación de quien ha estado demasiado tiempo en la penumbra, decidió derribar los muros que la confinaban, desplegó sus alas y voló hacia la luz, abriéndose al mundo como una pequeña florecilla.
Abrazó la vida con la certeza de que la felicidad no se encuentra esperando, se entregó al vértigo de las inesperado con los miedos correspondientes, pero dispuesta a aprender a paladear cada instante y empezó a descubrir que la misma no es más que el arte de caminar por la cuerda floja, con la incertidumbre de todo lo que podría pasar, aferrándose, con valentía y esos miedos de antes, que también son los de ahora, a cada nueva historia que surgía delante de sus ojos.

Su atrevimiento y osadía para lanzarse al vacío con el corazón abierto, la llevaron a descubrir la belleza en cada nuevo amanecer y a que su propia belleza fuera descubierta por todo ese mundo que respiraba el mismo oxígeno, pero en el que ella no vivía. Ella, ahora sí, era ella.

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