
Desde alturas de las montañas, desde ese rincón del mundo donde todo se ve diminuto, las gotas surgen independientes. Cada gota es portadora de un destino singular. cada gota se desprende como un ser único, cada gota es libre y plena. Su trayecto comienza solitario, delineando senderos fugaces en el aire. Sin embargo, al precipitarse hacia el abismo, encuentra a sus iguales, a esas otras que, como ella, portan en su esencia la fuerza de lo inquebrantable.

En su unión, al caer, dejan de ser partículas aisladas para convertirse en una sola voz entrelazada, un rugido que resuena en las entrañas de la tierra. Las rocas, altivas y arrogantes, intentan contenerlas, pero sucumben ante el ímpetu de esta masa colectiva. La cascada se alza como símbolo, poderosa e imparable, desbordante de energía.

Cada gota sabe que su fuerza no reside en su individualidad, sino en la comunión con las demás. Juntas tallan caminos, desgastan erosionando montañas y fertilizan tierras inertes. Su caída no es derrota, sino el acto de renacer en un flujo constante. Son agua y lucha; son vida y resistencia. En cada choque, en cada salto, proclaman que ninguna batalla es imposible cuando se enfrentan juntas.

Imagina por un momento que todas esas gotas de agua son mujeres: únicas, pequeñas y aparentemente frágiles, pero capaces de transformar paisajes enteros cuando se unen. Al igual que las gotas, las mujeres, al encontrarse, crean ríos imparables, cascadas de fuerza y océanos de cambio que ningún obstáculo puede contener.

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