
Sevilla es, desde hace siglos, un taller abierto al mundo. Sus calles, sus templos y sus cofradías han forjado un patrimonio artístico que no se reduce a la estética: es identidad, es cultura, es memoria colectiva. Cada retablo, cada palio, cada imagen salida de nuestras manos artesanas lleva consigo la verdad de un pueblo que ha sabido elevar la fe al rango de arte universal.
Hoy, sin embargo, ese legado afronta una amenaza silenciosa: la irrupción de piezas de importación, principalmente procedentes de Pakistán, que ofrecen un precio tentador pero un valor inexistente. No son comparables. No se trata de una competencia entre talleres, sino de una sustitución peligrosa que erosiona la esencia misma de nuestras tradiciones.
El arte sacro andaluz no es producción en serie. Es el resultado de siglos de oficio transmitido en silencio, de gubias gastadas sobre maderas nobles, de orfebres que trabajan la plata con la misma devoción con la que otros rezan. Esa hondura cultural no cabe en un catálogo de mercancías.
La responsabilidad es compartida. Las hermandades, como depositarias de la herencia espiritual y estética de Sevilla, han de ser firmes en la defensa de lo propio. Renunciar a nuestros artesanos en favor de lo barato no es un gesto de modernidad, sino una traición al espíritu mismo de la ciudad. Una traición que, a la larga, se pagará con la pérdida de autenticidad y de prestigio.
Lo barato brilla un instante; lo verdadero perdura siglos. En este tiempo de globalización apresurada, Sevilla está llamada a reafirmar lo que la distingue. Y lo que la distingue es, precisamente, la grandeza de un arte sacro que ha sabido unir la devoción con la belleza.
Proteger a nuestros artesanos no es una opción sentimental, sino un deber cultural. Porque en sus manos está no solo el futuro de nuestra Semana Santa, sino también la dignidad de nuestra historia.

