
El Sevilla salió al césped del Ramón Sánchez-Pizjuán con la ilusión de prolongar su buen momento; había firmado días atrás un resultado alentador y se presentaba ante un rival al que veía como “accesible”. Y, en efecto, en el minuto 16 el equipo local se adelantó: tras una jugada bien hilada por Carmona, el centro al corazón del área fue aprovechado por Rubén Vargas, que no perdonó el regalo defensivo visitante y batió al portero para el 1-0. Una señal alentadora para los sevillistas. Buena jugada, buen inicio, buena pinta. Pero eso fue todo. A partir de ahí, el Sevilla se quedó en un espejismo: control sin profundidad, posesión sin filo, fútbol de laboratorio en una liga de gladiadores.
Lo que prometía ser una tarde tranquila se convirtió en un deslizón tan inesperado como contundente. A partir del descanso, el Mallorca cambió el chip. Y el Sevilla… se quedó. Posesión sí: el Sevilla mantuvo el balón, circuló, creó sensación de control, pero también dejó ver rendijas en su línea defensiva, en su transición y en su capacidad para cerrar el partido.
El empate del Mallorca llegó en el minuto 67, obra de Vedat Muriqi: tras pérdida sevillista en zona peligrosa y excelente asistencia de Virgili, Muriqi empalmó para superar a Odysseas. Uno a uno, y la chispa que faltaba en el Sevilla estalló en contra.
Y como si fueran golpes de gracia, llegaron los dos tantos de Mateo Joseph en el 72’ y el 77’. Un doblete que selló la remontada del Mallorca ante un Sevilla que, tras el 1-1, pareció perder rumbo. Centros laterales, contras bien ejecutadas y errores defensivos locales fueron el cóctel que sirvió para la derrota nervionense.
Desde ese momento, el Sevilla lo intentó con más corazón que precisión. Pero el golpe ya estaba dado: el 1-3 no era exagerado, era justo considerando el tramo final del encuentro. Y es que cuando dejas que un rival siga vivo, éste entra con ímpetu y te fulmina.
Se vio también que los nervionenses carecieron de respuestas cuando el partido cambió de guion: faltaron frescura, contundencia defensiva, claridad ofensiva. Por momentos, la afición se quedó esperando que el equipo reaccionara como lo hizo otras veces. No lo hizo. Y eso duele más que la derrota misma.
Las sensaciones que deja este partido son de frustración y de ganas desaprovechadas. El Sevilla dominó en fases, pero no fue capaz de materializar esa superioridad. Su gol inicial fue tanto mérito propio como indicio de que el rival lo permitiría, algo que después cambió. Cuando el Mallorca se soltó, el Sevilla estaba mal armado para aguantar. Esa transición de “controlamos” a “nos descontrolamos” define la caída.
El problema no es solo perder, es repetir los mismos errores. Este Sevilla vive de chispazos, de momentos, de esperanza que se apaga en cuanto el partido se complica. No hay oficio, no hay temple, no hay respuesta cuando el guion se tuerce.
Mientras tanto, la grada resiste, porque en Nervión la fe es genética. Pero la paciencia no es infinita. La gente no pide milagros, pide orgullo, pide entrega, pide que se note el escudo.
El marcador dice 1-3, pero el resultado verdadero es otro: el Sevilla ha vuelto a tropezar con su propio reflejo. Un equipo que empieza bien, que ilusiona con un gol tempranero, que parece dominar… y que, de pronto, se desmorona.


