Con una sonrisa se levantó,
era el gran día y en su casa se sabía.
El campeonato de carreras compitió
y él sin saber qué era una bujía.
Su coche no era el más veloz.
Como se trataba de un juego,
le pintó llamas de fuego
para que pareciera más feroz.
Y ganó las carreras con carisma,
nadie le ponía más tesón,
salida desde el fondo del salón
y bandera a cuadros en la cocina misma.
Así se divertía de pequeño,
de su imaginación, era dueño.
Entre el Rocomóvil de los hermanos Macana y el Alambique veloz de Lucas el Granjero y el Oso Miedoso, competía, y de qué manera, con su Compact Pussycat, la gran Penélope Glamour. Mientras Pierre Nodoyuna y Patán intentaban, sin éxito una vez más, amañar la carrera.
Se cambió el coche de caballos, el lavaero y el patio de vecinos, los juegos en la calle por la vida de asfalto, lo áspero y lo salvajemente fugaz. Una humanidad deshumanizada, una inhumanidad atascada.
El dragón, de dientes plateados y alas veloces, mantuvo extrañamente su forma.
Llamaradas, fuego al derrapar, sin freno…
El día a día en un conductor de su propia vida.
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