• Viendo pasar el verano sevillano
Se te ve bonita Triana. Incluso más que siempre. Y es que, llegaron los días señalaítos, ya está aquí la velá. El puente luce farolillos de colores delatando fiesta. Una calle Betis engalanada con las lonas de sus casetas que parecieran dibujadas para tan digna ocasión. Los recuerdos emergen en el arrabal. Tradiciones y costumbres van de la mano y salen de paseo, recreándose.
Aún quedaba un hueco en la lista. Así que no me lo pensé y me apunté. Demasiados banderines en casa: mi hermano, el abuelo, papa, ésta vez podría ser yo. María rondaría cerca, tan solo esperaba verla aquella tarde.
Aventurándome por primera vez en la cucaña, recibí numerosos consejos. La picardía la inventó “el espabilao”. Deja que pasen algunos delante de ti, no seas de los primeros, sus pies dispersarán el jabón deslizante sobre el palo ensamblado en la proa de la barcaza, allanando tu camino. Pero mi honestidad se lanzó haciendo oídos sordos.
Por momentos sentí que estaba preparado y salí sin más. Busqué el apoyo de mis compañeros que extendían sus brazos rígidos, logrando de esta forma el impulso necesario. Por más que quise encontrar el equilibrio, era escurridizo y se burlaba de mí, cayendo varias veces al río. Pero llegó la vez tercera, esa que va a la vencida.
Entonces buscaba nervioso a María entre el público, pero no lograba verla. Conseguí incluso un relevo para ella, en el puestecito de avellanas verdes, quería asegurarme de su presencia en mi debut. Sin ella cerca no sería lo mismo.
El tiempo corría en mi contra. Era mi turno y de nuevo a la cuenta de tres tenía que arrojarme al gran desafío. Lo hice sin dudar, mirando siempre de frente, directo al banderín. Esta vez sí, sin creerlo lo tomé en mis manos y caí felizmente al agua. Mi gente me esperaba en la orilla. Tras numerosos abrazos me faltaba el más deseado.
Y allí estaba. Vino despacito en mi busca. Acurruqué su timidez, me dejó sin reparo. A cambio, recibí en la mejilla el más dulce de los besos, el premio verdadero.
Horas más tardes, las campanas de la catedral trianera repicaban sin parar. Sonaban las “Nanas de Santa Ana” al son de las Tres Caídas de Triana, rindiendo pleitesía a la abuela más querida del barrio. Era una cita especial para ambos, trianeros de a pie.
Coloqué en su pelo una moña de jazmín, estaba preciosa. La tomé de la mano y paseamos, trianeando.
Ensueño que guardo en la memoria y cuento con los ojos empañados. La melancolía hace de las suyas y se entremete, sin querer lastimar. Cuentan los trianeros con cierta añoranza que ya no es lo mismo. Sin embargo, otras generaciones lidian por esa velá de siempre, y lo hacen bonito. “Si quieren saber los pasos que doy, vente tras de mí, que a Triana voy…”
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