Creía que habitaba en un mundo de plena felicidad; esas cuatro paredes contenían todo mi mundo, todo mi ser.
Corazón enladrillado, un muro imposible de saltar, una pared imposible de escalar, una tapia imposible de destrozar.
La oscuridad no era tal. Mis ojos se habían adaptado a esa escena donde pensaba que nada me faltaba. No necesitaba gafas de sol ni gorra que ocultase mis malos pelos.
Era mi guarida, o eso pensaba. Simplemente ahí me crie, con mis vicios y mis virtudes, sin peligros donde caer, sin dar mayores explicaciones.
Uno se adapta a un mundo y cree que no hay más hasta que un haz deslumbra tus ojos y aparecen luces y sombras. Esa pequeña rendija siempre me pareció un gran ventanal. Luces que provienen del más allá, sombras en tu guarida con las que te pones a jugar, a fantasear.
Un buen día decides inspeccionar y poco a poco vas quitándole altura e importancia al mural, al qué dirán y ves que esa luz no es más que un ligero efecto de difracción donde la fuente es mucho, mucho más…
Y decides soltar y saltar, caminar tu camino; un nuevo camino que te lleva a lo desconocido, con miedos, donde la oscuridad la llevas a cuestas, donde la luz no solo te hace brillar.
Regresas al zulo de noche, casi de madrugada, con menos ladrillos, con menos altura, con menos oscuridad pero siempre vuelve a tu pensar. A tu pesar. ¿Has hecho algo malo? Un ladrillo más.
Toda la vida pensando que era feliz y solo era seguridad. Días que eran noche, noches que solo eran eso, oscuridad.
Pensaba que era feliz, ¿alguien me explica qué es la felicidad?
Ese rayo de luz, de vida me dio las llaves. No había reja ni celda, prisión ni prisionero y aún así, en algunos momentos, de esa oscuridad vivo preso.
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