Más allá de las fronteras de lo humano, misterio etéreo que escapa a nuestra comprensión terrenal, pues su esencia divina, trasciende la dualidad de género y refleja una pureza extrema, un lenguaje de amor eterno que no requiere forma física para manifestarse.
Sin embargo, ella era un ser de luz, misteriosa, etérea y celestial. En ella brillaba una esencia femenina, tan sutil como la melodía perdida de una ocarina en el tiempo. Sus alas, de un blanco casi traslúcido, se desplegaban como plumas tejidas con la misma suavidad del amanecer, y su rostro era de una serenidad antigua, envuelto en una dulzura que no pertenecía al mundo terrenal.
Ella recorría los cielos con una gracia diferente, llevando en cada paso una presencia maternal y profunda, un amor que trascendía los confines de lo conocido. No era solo una mensajera divina; Ella era también una guardiana, una protectora, una esencia que envolvía todo a su alrededor con una calma generosa.
Todo aquel que la contemplaba desde la tierra la percibían como un reflejo de lo femenino. No hablaba, pero su sola presencia, su mirada, albergaba la ternura de quienes aman sin condición.
Era un ángel con alma de mujer, con un poder que no se medía en fuerza ni en esplendor, sino en su capacidad de sanar, de consolar, de recordarle al mundo el valor de lo sutil y lo íntimo. Ella era, en su esencia, una belleza intangible y pura, una prolongación divina de la creación misma.
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