
En esta Sevilla nuestra, tan brillante como a veces insoportablemente pagada de sí misma, el Cartel del Ateneo de Fernando Vaquero ha vuelto a encender la yesca de los opinadores profesionales: esa cofradiera de salón, eternamente presta a indignarse por lo que sea y no sea lo suyo, y esa otra Sevilla dividida entre rojos y verdes como si el mundo se redujera a un derbi perpetuo.

Porque, claro, ¿cómo va a permitirse un pintor incluir en su propio lienzo la túnica de La Macarena sin pedir permiso a la caspa institucionalizada? ¿Cómo va a atreverse a componer un cartel sin obedecer el manual invisible de los guardianes del decoro estético, esos que se creen dueños de lo que es “lo nuestro” pero ni saben mirarlo?
La Sevilla que protesta no protesta por el arte, sino por la propiedad simbólica: porque no es la túnica de su hermandad, porque no sale su color preferido, porque no aparece su imaginero de cabecera. Y así, entre berrinches y nostalgias mal encauzadas, se les escapa lo esencial: un pintor ha creado una obra valiente, cargada de intención y magia, que convoca a la ciudad a mirarse sin filtros, sin trincheras y sin fanatismos.
Lo demás, la escandalera, no es más que la caspa de siempre: resistente, ruidosa, acomodada. Pero frente a ella, también habita una Sevilla que empuja, que crea, que se atreve. Una Sevilla con coraje. Esa que, por fortuna, cada vez alza la voz más clara.

