
Dicen que las Misiones de las Hermandades llevan la fe a los barrios olvidados, que son un puente entre la Sevilla luminosa y que más brilla en los altares y la otra, la que sobrevive entre bloques desconchados, patios con humedades y ropa tendida al viento. Pero si uno se detiene a mirar más allá de la estampa, la historia cambia. Lo que parece un gesto de devoción se transforma, a veces, en una liturgia de apariencias.
En esos barrios, donde los santos llegan con altavoces y cámaras, la fe se convierte por unos días en espectáculo. Los trajes oscuros, las corbatas bien anudadas y el fijador en el pelo, avanzan por calles donde los niños juegan descalzos y las madres, con la mirada cansada, asienten por respeto más que por fervor. Es una coreografía repetida, un intento de llevar consuelo a quienes, en realidad, lo que necesitan es presencia, no procesión.
Desde los balcones, las cuerdas de tender brillan al sol, cargadas de ropa que ondea como banderas de una vida cotidiana que no sale en los boletines cofrades. Y en las esquinas, las ancianas de arrugas y razas ancestrales miran sin sorpresa. Ellas, que llevan toda la vida rezando en silencio, sin vestimentas sagradas ni micrófonos, saben distinguir entre la fe sincera y la caridad decorativa. Su devoción no se anuncia: se huele en el puchero sin hueso de jamón, se ve en el rosario y en sus babuchas gastadas, se escucha en el suspiro cuando cae la tarde y no hay para cenar.
Pero las Misiones, en muchos casos, buscan más que almas: buscan aplausos, reconocimiento o indulgencias sociales. Son una manera de limpiar la conciencia de quienes, desde los altares más barrocos y costosos, recuerdan por unos días que existe otra Sevilla, la que no sale en los carteles turísticos. Y cuando todo termina, los coros callan, los cirios se apagan, y el barrio vuelve a su rutina: al gotero de las pensiones, al peso del paro, a la delincuencia, al dolor, al olvido, al abandono y al eco de un credo que se pronuncia sin fe.
Porque la fe verdadera no se exhibe, ni se pasea con banda. Vive en lo discreto, en lo pobre, en lo que no necesita ser visto para ser verdad. Esa fe —la de las mujeres que rezan sin altar y de los hombres que callan por dignidad— sigue colgada en los tendederos, humilde y limpia, esperando que algún día alguien la mire sin paternalismo, y la llame por su nombre: esperanza.
