
El Dios del mar británico puso nombre a la Isla de Man. De entre su accidentada costa
y castillos medievales, aquel ciudadano de origen iraní, la eligió para endiosar la obra de un pintor sevillano, de nombre Murillo, el mismo que entre óleo, paletas y pinceles, perfilaba la sensibilidad por excelencia. Quiso allí conservar su apreciada colección, con absoluto sigilo y
discreción, oculto a la vista pública.
Como de costumbre, tras un largo paseo matutino, llegó a casa, se despojó de su
calzado, pues pareciera entrar en su propia y particular mezquita. Susurró a aquellas cuatro paredes, “salaam”. Una extensa y majestuosa alfombra cubría el suelo de aquella estancia. La recorría orgulloso, minuciosamente, evadiéndose con aquella decoración pictórica, la misma que atesoraba durante años, lienzos de lienzos.
Siempre se detenía con cierta expectación ante un mismo cuadro. Ese que su azaroso destino, entre herencias, subastas y ventas privadas, cambió de manos y paraderos. A sabiendas que la ciudad de Sevilla ansiaba su retorno, él jugó con los tiempos, alargando los segundos, sin querer deshacerse, como amante del arte, de aquellas lágrimas de San Pedro,
penitente de los venerables, arrepentido, dónde se perdía por momentos junto a él, en la penumbra de aquella gruta, entre aquel paisaje difuso.
Entonces, se acomodaba sobre el mismo suelo, tomaba distancia, valoraba distintas
perspectivas, para a continuación acercarse con sigilo, para sucumbir con detalles ante tanta belleza. No lograba entender como Murillo podía transmitir tanto y cuánto. Al contemplar a San Pedro, siempre supo, que el guardián del cielo, fue consciente de su culpa. La benevolencia pasaba de largo y quedaba solo con su lamento, a las claritas del alba. Por unos
instantes quiso escuchar el canto del gallo, algo grandioso sin duda. Pero, todo estaba dicho, todo tomaría otro rumbo, solo en su llanto desconsolado encontraría refugio, junto a las llaves del Reino, junto a las Sagradas Escrituras.
Desvalidos sacerdotes pudieron contemplar las negaciones del apóstol a Cristo, esa mirada alzada al cielo, con ojos acuosos, a modo de súplica. Imagen ante el altar de la Iglesia del Hospital de los Venerables, enmarcada a conciencia, en una moldura tallada de rico calado.
Incluso los más débiles, que apenas podían caminar, lograban verlo, a través de las tribunas, galería elevada que se encontraba en el primer piso, ofreciendo una vista privilegiada del espacio sagrado.
Fue una dura decisión, pero pudo entender que el retorno de San Pedro a Sevilla, su
lugar de origen, era inminente. Quizá, de dónde nunca tuvo que partir. Su fijación tornó a la calma y quiso desprenderse de aquel cuadro que por años le perteneció.
Da mucho que pensar, pero, si hacemos caso a la leyenda, San Pedro descansa en ésta nuestra ciudad, y junto a él, las llaves del mismo Cielo. Llámenme loco, pero, yo te digo que Sevilla es la gloria de los cielos…
