Perdido en el análisis de la belleza de Sevilla, mi cerebelo viaja kilometrajes luminosos insospechados en aras de la búsqueda imposible de estrellas, planetas u otros cuerpos celestes o de indiferente tonalidad predominante que sirva para realizar comparación exhaustiva de cuanto a nuestro alrededor vislumbramos atónitos. La conclusión es obvia, evidente o cómo anhelen manuscribir.
En el viaje interespacial de este Rey Santo y analizando montañas de pergaminos de mi primigenia crianza Alfonsito, encontré formulación acerca de los campos y las fuerzas. Tras postrarme acomodado en trono real y realizar la apertura del plumier de madera de dos compartimentos, extravíeme en fracciones horarios extrayendo anotaciones donde -ábaco en mano- realizaba cálculos erróneos sobre lo dominante de dichas fortalezas, sus intensidades e incluso capacitaciones.
Los ojuelos se caían cuando un haz de luz deslumbró a este Rey Santo. Icé mirada pensativo y el corolario fue inevitable: no cabe existencia de campos ni fuerzas más predominantes. Allá se encontraban mis seres más anhelados. De uno en uno acontecieron y de mi motor de sentimientos se extrajo un poderío comparable al que hizo que la Reconquista potencial perdiera su estilo casual para convertirse en realidad absoluta.
Hijos de una Sevilla actual, nada existe más poderoso que el amor, fuerza capaz de derrumbar castillos encantados; capacitado para otorgar poderes de capa y calzón bermejo y sobrevolar el oteo campo, el de batalla, venciendo enemigos insospechados.
¡Amen! Así, sin entildada vocal, así sin lóriga ni escudo aunque flechas puntuales atraviesen nuestras chorreras dejando rasguños y cicatrices imposibles de sustraer.
¡Amen! Así, sin tilde y limes que impongan la negatividad a lo infinito.
¡Amen!
¡Amen! Aunque a veces duela…
Merece la pena.

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