Y aquí prosigue mi vida, recostado en la acera, recién duchado por cortesía de las monjitas que nos dan su vida a cambio de nada, porque nada es una palabra de agradecimiento de este mendigo pirao comparado con una ducha de agua calentita, jabón y una sopa de fideos entre sollozos y algún protesta de algún vecino desagradecido, mientras un diálogo airado, malhumorado y un tanto fuera de lugar entre dos jóvenes imberbes de estos que visten con la banderita, con los brazos apretaos y la raya a un lado protestan sobre lo injustos que son sus padres, sus abuelos, sus hermanos, su profesores y si sigo escuchando puede que hasta este anónimo mendigo pueda haber sido creador de injusticias y maltratos para estos ejemplares autóctonos.

Hace tiempo que no piso las aulas, como comprenderéis, pero en mis tiempos no existía tanta queja, al menos por mis compañeros que iban a clase. Ellos siempre dejaban sus deberes listos antes de bajarse a qué les diera una buen zurra ya fuera jugando al balón o sin balón y en épocas de exámenes, y aunque los curas eran más permisivos con algunos, las tardes eran para… bueno, dejemos eso para otras batallitas.
Hoy, y se ve por los pasillos de mis jardines, la Juventud solo parece querer lo cómodo, lo accesible sin esfuerzo y por lo visto, a los padres y en otra dimensión, a los dirigentes, parece irles bien así. La ley del mínimo esfuerzo se llamaba en otros tiempos. A estos jovenzuelos les daba yo un mediodía de solana aquí tumbado viéndolos pasar, con vino calentón o aún peor, sin él.
La crítica injustificada de hoy será el desconsuelo del mañana y yo seguiré aquí, abrazado a mi vieja estampa cada noche y haciendo comentarios graciosos a todos los pequeñajos que pasan y me miran con cara extraña mientras espero mi menesterosa moneda releyendo libros de aventuras de Julio Verne.
Sean felices.
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