Vivir a ras de suelo, sintiendo su frialdad y calle abrasadora te hace agudizar los sentidos, adaptarte, tomando posturas que ni el kamasutra, al hueco de sombra que aporta alguna cornisa a su capricho y vivir sin mirar atrás.
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Pero sin duda, lo que te hace es tener los pies a la misma altura todos los días y no sacar pecho porque llega el primer perrillo con kiriri y te mea en lo alto y se acabó tu puntual grandeza.
Tantos años en la calle, de soportal en cajero, de banco de parque a callejón, de avenida a plazoleta, te hacen ver la vida sin mentiras porque ves, cada día, a tantas personas ataviadas de falsedad y otras tan puras que es difícil engañarme. Unas tienen cara de alquitrán a las tres o cuatro de la tarde en Sevilla mientras que estos últimos tienen aroma de zaguán de casa palacio con el incesante gotear de una fuente central que además de fresquito, te aporta ese toque de humedad agradable haciendo de la siesta uno de esos placeres de calor incalculable.
¿Mentir? ¿Para qué? Mírenme, ¿creen que si les digo que soy arquitecto, ingeniero, médico o general de los ejercicios me iban a creer?
Sí, lo sé, todos lo sabemos; los hay que por tal de agachar el morro, aunque se les vea el cartón, son capaces de casi todo, incluido inventarse edades, cargos, títulos y no se cambian de nombre porque se aferran a la pila bautismal.
Sean felices que acaba de caer una nueva y menesterosa moneda y me espera mi buen cartón de vino.