Oh, anhelados , yo, Fernando, Rey y Santo, desde el remanso de paz de esta urna que Sevilla me regaló cual morada, os verso exaltando mi gratitud y elogio. Aquende, a la data presente contempla este Rey, los corazones encendidos de mi pueblo, y es a este espíritu de concordia al que levanto ahora mis vocablos encadenados, con humildad y alabanza.
Recordad cómo, en tiempos pretéritos, creímos sempiternamente en el poder de la unión y la unicidad, en la virtud de las almas que, sin importar el color de su credo ni la diferencia de su lengua, se encontraron en un mismo anhelo de paz y en el mutuo esfuerzo por la nobleza. Pongo mis ojuelos en vuestras manos tendidas, en vuestro afan que busca la paz, el pan y el abrigo de cada uno de los vuestros.
La grandeza de un reino no se halla solo en sus muros ni en la extensión de sus tierras, sino en la fortaleza de sus gentes que, como los ríos que se encuentran en el Guadalquivir, convergen en el bien común. Vuestro espíritu es el que preserva la herencia de un pueblo histórico, sois vosotros, que en actos de servicio y caridad recreáis el propósito divino y mantenéis viva la llama del entendimiento.
Así es como un país perdura: no en el poder de mi homónimo, ni en las riquezas que este acumule, ni en el vocerío vacío y simplista del político acomodado. El buen pueblo que acude en ayuda del prójimo, sin esperar retorno, encarna el verdadero mandato del Altísimo.
Mensajería, unidad, colaboraciones por doquier con un único fin: agradecido por las infinitas demostraciones de empatía y aporte, tanto económico como material para ayudar a tal multitud de almas errantes que han extraviado lo más valioso que poseían.
Honor a la totalidad.
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