
Mientras las campanas del Vaticano repicaban por la Pascua, el mundo recibió la noticia que nadie quería escuchar: Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, ha muerto. Se fue en el día más simbólico de la fe cristiana, el de la resurrección. Y hay algo poético —y brutal— en que el pontífice que más se pareció a Jesús en los gestos concretos, haya entregado su alma justo cuando los creyentes celebran la vida venciendo a la muerte.
Francisco no fue un papa cualquiera. Fue un Papa incómodo. Incómodo para los conservadores que no soportaban verlo lavando los pies a inmigrantes musulmanes, para los jerarcas financieros del Vaticano a los que les cortó privilegios, y para los gobiernos del Norte Global, que vieron en él a un líder mundial con acento latino y conciencia social.
Desde aquel 13 de marzo de 2013, día en que apareció en el balcón de San Pedro con rostro cansado y mirada cálida, se notó que algo iba a cambiar. El primer Papa jesuita. El primer Papa americano. El primer Papa que eligió llamarse Francisco, por aquel de Asís que hablaba con lobos y dormía entre pobres.
Su pontificado fue una suerte de exorcismo moral para una Iglesia que, hasta entonces, parecía haber olvidado de qué lado caminar. Francisco no lo dudó: caminó con los descartados. Habló de los refugiados como hermanos. Llamó “crimen” al capitalismo salvaje. Denunció el clericalismo como un cáncer espiritual. Y pidió una Iglesia “con olor a oveja”, lejos de los terciopelos y los mármoles pulidos.
Lo suyo fue revolución suave pero profunda. No necesitó alzar la voz. Bastó con ver cómo abrazaba a un enfermo desfigurado o cómo respondía con ternura a los niños. Reformó lo que pudo, agitó conciencias, y sobre todo, bajó al papado del Olimpo. Hizo que los ateos lo respetaran, que los agnósticos lo escucharan, y que muchos creyentes volvieran, al menos, a mirar hacia Roma sin rabia.
Hoy, mientras se apagaban sus signos vitales en alguna habitación del Vaticano, es difícil no pensar que el mundo pierde una de sus voces más lúcidas. No infalible. No perfecta. Pero profundamente humana.
Se ha ido el Papa que hablaba de ecología cuando otros callaban, que pidió perdón a las víctimas de abuso, y que se negó a condenar a los homosexuales, recordando que todos somos hijos del mismo Dios. Se ha ido el Papa que sonreía con los ojos.
Y ahora, la Iglesia —esa institución anclada en siglos de historia, pero también atravesada por todas las contradicciones del presente— se queda huérfana de un padre que, por fin, quiso ser hermano.
Que descanse en paz Francisco. Y que su semilla, sembrada en tierra dura, siga creciendo donde aún haya esperanza.
