
Nunca fue una mujer de encajar. Ni en vestidos que apretaban demasiado, ni en frases hechas, ni en destinos trazados por otros. Creció escuchando que la felicidad estaba en encontrar algo estable, alguien que te cuide, un lugar fijo donde echar raíces. Pero ella no era árbol. Era viento. Y a veces, para respirar, hay que alejarse de todo lo que prometía salvarte.
La fotografía la encontró así: sentada sobre la tierra áspera, con el rostro manchado de sol y decisión. Sus ojos, oscuros y serenos, no buscaban compasión. Miraban de frente, como quien ya se ha perdonado. No hay cadenas en su ropa suelta, ni en su cabello que se enreda con la brisa. Todo en ella es movimiento contenido, pausa elegida, silencio fértil.
Eligió la vida nómada porque entendió que no quería pertenecer a nada que pudiera poseerla. Que las ciudades, con sus luces y relojes, acaban apagando los incendios interiores. Que las relaciones que piden renuncia no son amor, sino trampa. Se cansó de pedir permiso para existir.

Ahora, cada amanecer es un nuevo punto de partida. Cada noche, una conquista de paz. No necesita un espejo para saberse viva, ni aprobación para andar descalza por el mundo. No carga más que lo que cabe en su espalda: unos pocos recuerdos que no duelen y un futuro que no le debe a nadie.
Quizá muchos no entiendan su elección. Dirán que huye, que se esconde. Pero no es así. Ella no escapa. Ella busca. Y en esa búsqueda, lo ha ganado todo.
Porque hay mujeres que no esperan ser rescatadas.
Hay mujeres que, simplemente, se sueltan.
Y al hacerlo, se encuentran.
