
Aquel enrejado me cautivó. El hierro se retorcía sutilmente, encontrando formas insospechadas, cobrando vida, cual lenguaje propio, valores simbólicos resaltaban, atrapándome sin más, como si de una escultura se tratara.
La risa de Inés me despertó de mi estupor. La cancela estaba entreabierta y la pequeña se coló, echando a correr, cual juego infantil, todo un imposible detenerla. Su risa contagiosa no daba tregua a una riña, aceleraba más y más sus pasitos, la inocencia campaba a sus anchas, dando rienda suelta a la inofensiva chiquillada.
De pronto, se hizo el silencio, apenas unos murmullos y un runrún un tanto sospechoso. Varias abuelas conversaban tranquilas en sus sillas de enea, algo tuneadas buscando la comodidad. En un intento de calmar el calor, en ese oasis de frescos azulejos, colorido floral y macetas por doquier, dejaron atrás su penas y glorias y dieron un vuelco a la tarde, que se presentaba tediosa, quizá más de lo habitual.
Pude apreciar para mi tranquilidad que Inés se refugiaba a la espalda de una de ellas. Muecas y guiños me dieron a entender que no eclipsara el momento regañando a la pequeña, tocaba jugar, sin duda era el lugar idóneo. Ellas estaban dispuestas, no podía creer a qué nivel. Poco a poco, se levantaron, cada cual, a su ritmo, verdaderamente era algo insólito, pero me encantaba, no daba crédito.
Me miraban impacientes, para que todo diera comienzo, entonces, hice los honores, me apoyé en la pared, y cerrando los ojos, me dispuse a contar: diecinueve y veinte. ¡Ya voy!
Dejaron las sillas colocadas en una especie de círculo, ese sería el lugar dónde tenían que acudir sin que las descubriera. El juego se presentaba colosal y no tenía desperdicio. Una de ellas se ocultaba entre las hojas de un hermoso helecho que tapaba su rostro e incluso sus pies, pero dejaba entrever su bata de rosas rojas. Así que, tuve que gritar sin más: ¡Te encontré! Y acompañándola, quedó sentada en el refugio.
Otra de ellas, entre grandes macetones de limoneros y naranjos intentó pasar desapercibida, incluso agachándose un poquito, pero fue inevitable, así que, sin querer, tuve que eliminarla.
Todas cómplices, hicieron que Inés junto a la abuelita que le tomaba su mano fueran las últimas. Enmascarando un despiste simulado, entre geranios, gitanillas y buganvillas, se remetieron en el refugio gritando a más no poder: ¡Por mi y mis compañeras! La carita de Inés era todo un espectáculo, a sabiendas que, sin duda, habían ganado.
Un derroche de risas y abrazos desembocaban finalmente en una despedida. Aquel lugar tan recóndito, donde todo se perfilaba a un ritmo lento, encomiable, de lindas conversaciones con pura conexión, donde las raíces de un patio de vecinos cualquiera, era el mejor de los legados, donde las prisas quedaban tras una reja, donde unas abuelas…
¡Ay esas benditas abuelas!
