
A los cuarenta y cinco, Laura se miró en el espejo una mañana cualquiera y no se reconoció. No por las arrugas, ni por la flacidez que tímidamente asomaba en la comisura de sus ojos. Fue por la mirada. Ya no brillaba. No como antes.
Se quedó allí, quieta. El cepillo en una mano, el alma en la otra.
—¿Quién soy ahora? —murmuró, como si el reflejo tuviera la respuesta.
Durante años fue muchas cosas: hija ejemplar, esposa incondicional, madre sacrificada, empleada responsable, amiga disponible. Siempre para todos. Siempre a tiempo. Siempre con la sonrisa bien colocada, como si no doliera. Como si fuera suficiente.
Pero ahora algo se había agrietado por dentro. Algo se rompía a cada amanecer, como una carcasa que ya no sostenía más. Los hijos crecían, el cuerpo cambiaba, las prioridades tambaleaban, y el reloj —ese traidor silencioso— marcaba un ritmo que no perdonaba.
Un día, en medio de ese caos tan silencioso, Laura decidió no ir al supermercado. No recoger la ropa. No contestar el grupo de madres del cole.
Ese día se fue al mar. Sola.
Se sentó en la arena, cerró los ojos, y lloró. Lloró por todo lo que había callado. Por todo lo que no había sido. Por lo que entregó sin recibir. Por lo que se tragó por miedo a incomodar. Por las veces que dijo “sí” cuando su alma gritaba “no”.
Y allí, en medio del vaivén de las olas, se dio cuenta de que no estaba rota. Estaba despertando.
No era una crisis, como le habían dicho. Era un renacimiento. Era la vida empujándola a volver a ella, a redescubrir qué quería, qué sentía, qué soñaba más allá de los roles prestados.
Volvió a casa distinta. Ya no se peinaba por obligación. Ahora lo hacía porque le gustaba. Se compró aquel vestido rojo que siempre miraba pero nunca se atrevía. Se apuntó a clases de cerámica. Dijo que no, sin explicar por qué. Y empezó a escribir su historia con palabras nuevas: libertad, deseo, poder, pausa, gozo.
A veces dudaba. A veces lloraba. Pero ahora sabía quién era. Una mujer valiente. Una mujer de fuego sereno. Una mujer que, pasados los cuarenta y cinco, decidió vivir no como se esperaba… sino como ella merecía.
Y desde entonces, cada mañana, cuando se mira al espejo, no solo se reconoce.
Se honra.







