Cuando crees que estás pero te sientes ausente, cuando quieres llegar a todo y dejas la mitad por el camino, cuando te cuesta llenar los pulmones no por falta de fuerzas sino por oxígeno, es hora de parar.
El cuerpo habla, a veces a voces, pero no lo escuchamos y seguimos forzando la máquina sin darnos cuenta que puede explotar todo por los aires en cuestión de un momento.
Unas veces son miedos infundados en la nada, otras son un crujir de cuello, dormido mal, sensación de cansancio todo el día, la espalda, la cabeza y a partir de ahí un sinfín de síntomas que somatizamos para que nos demos cuenta que no hay que seguir, que hay que conseguir inspirar y expirar sin llegar a hiperventilar.
Hay una frase que me encanta que dice «el cuerpo habla lo que la mente calla»… Pensadlo… A veces queremos obligarnos a dejar de lado preocupaciones, a volverle la espalda al dolor, al estrés. Controlar los nervios, los nudos en el estómago y hasta el hambre. Es entonces cuando nuestra cabeza habla a través de nuestro cuerpo y empezamos a darnos cuenta que estamos mal, pero no porque veamos lo que sea que se ha estado fraguando en el mismo sitio de las ideas, sino porque sentimos un dolor real, físico… El otro dolor no se ve, no se siente en un brazo o en una pierna, se siente mucho más profundo, más dentro… Un dolor intangible, aunque todos los dolores lo sean, este lo es más.
Así que escuchemos a nuestro cuerpo, dejemos que nos hable y no lleguemos a hablarnos a gritos. En el primer susurro hay que sentarse a conversar con él y ayudarlo a seguir. Porque no olvidemos que es nuestro mejor aliado.
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