
La felicidad no es un destino ni una línea recta. Es un destello, un instante suspendido en el tiempo, una sensación efímera que se escurre como gotas entre los dedos justo cuando creemos haberla atrapado. No vive en los grandes triunfos ni en las promesas de eternidad, sino en los pequeños milagros cotidianos: el primer sorbo de café en una mañana fría, la carcajada inesperada en medio de un día gris, la caricia que llega cuando menos la esperábamos.
En un mundo que nos exige metas, logros y éxitos cuantificables, la felicidad resiste como un acto íntimo de rebeldía. Nos enseñaron a buscarla en el futuro, en los aplausos ajenos, en la acumulación de bienes que supuestamente llenarán nuestros vacíos. Pero los más sabios—o quizá los más afortunados—descubren que la felicidad se esconde en el presente, en la liviandad de quien ha aprendido a soltar.
Hoy, en el Día Mundial de la Felicidad, tal vez valga la pena preguntarnos: ¿dónde la hemos estado buscando? ¿En qué rincón de nuestra rutina la hemos olvidado? Quizás no esté en la gran noticia que esperamos ni en el futuro lejano al que aspiramos, sino en el aquí y el ahora. En la luz dorada de la tarde que envejece, en las notas musicales que nos acompaña mientras cocinamos, en las letras que inundan de palabras esas páginas que pasamos con cuidado, en la voz de quien nos dice, con la sencillez de lo verdadero: “Estoy aquí”.
Porque la felicidad, al final, no es algo que se tiene. Es algo que sucede.
