
Mi bisabuela marchó sin saber que marchaba. No había pancartas en su tiempo, solo la certeza de que el trabajo en la fábrica era suyo tanto como el del patrón. Volvía a casa con las manos gastadas y la voz rota de tanto repetir que su hija estudiaría, que no terminaría como ella, contando monedas para comprar pan.
Mi abuela marchó con miedo. No se hablaba de feminismo en su barrio, pero ella lo llevaba dentro cuando decidió no casarse con el hombre que su madre le había elegido. “Voy a trabajar”, dijo, y se fue a la ciudad. No fue fácil, pero cada billete que juntó con su esfuerzo fue un grito más en la historia de nuestra familia.
Mi madre marchó con rabia. Aprendió que la independencia es un campo de batalla y que el mundo sigue sin ser justo. La insultaron por opinar, por no querer seguir normas absurdas, por alzar la voz en reuniones de hombres. Pero ella siguió. Me enseñó que la libertad no es un regalo, sino una construcción.

Yo marcho con fuego. Hoy, 8 de marzo, sostengo mi pancarta con la fuerza de todas ellas. Mi bisabuela, que no supo que era feminista pero lo fue en cada decisión. Mi abuela, que desafió las reglas sin nombres ni teorías. Mi madre, que me crió para no pedir permiso.
Marcho por las que vinieron antes y por las que vendrán después. Porque algún día, cuando mi hija marche, no lo hará con miedo ni rabia, sino con la certeza de que ya no es necesario luchar.
