Lo pienso y lo tengo claro. Lo hablamos y no puedo seguir más de acuerdo con eso. Es así y no hay más vueltas que darle. Es absurdo.
En esos momentos, con nuestras cosas, lo teníamos todo y lo sabíamos. Lo sabíamos y por eso actuamos así. Porque no había prisas, porque lo importante era inmediato y el futuro, una palabra que sonaba a lejano.
¿Preocupaciones? Muchas, y algunas serias, pero la solución o el adormecimiento del dolor era continuo. En cada esquina, a cada momento se encontraba consuelo. Y del consuelo a la alegría con una simple reunión en mitad de la calle, una partida de mus en la cafetería o alguna celebración improvisada que acababa en borrachera.
Como necesidades, solo las necesarias. No había ese afán moderno de crearnos necesidades innecesarias ni nos guiamos por falsos dogmas de promesas absurdas. Solo lo necesario, lo justo para sobrevivir y sonreír durante el camino. Fluyendo, sobre el asfalto, tranquilamente.
Bicicleta y bus, y si no, andando. Cerveza o ron, y si estaba caliente unos hielos encontrados. Cuando lo mediocre para la sociedad era la élite para el compañerismo. La alegría compartida y el aguantar las penas del hermano.
Los besos, los abrazos. Los cristales rotos recogidos entre risas, alargando las horas, madrugando de nuevo.
Lo sé, y lo sabes. Éramos felices y éramos conscientes de ello. Felicidad pura, y eso hace que la felicidad fuese aún mayor y que ahora nos alegremos por ello. Desde la envidia del paso del tiempo, pero con una sonrisa de oreja a oreja.