Sin llegar a entender ese momento en el que ocurre, sin querer esperarlo, sin saber por qué.
Si todo iba bien, si nada hacía presagiar ese desenlace. ¿Qué significa toda esa sensación que ahora me perturba completamente?
Entiendo, porque así la vida me ha enseñado. Que nada es para siempre. Nunca nada durará eternamente, y si lo hace, nunca lo podremos ver, porque, para empezar, no estaremos presentes.
Mientras tanto, todo, absolutamente todo es susceptible de cambio. Cambios sencillos, cambios complicados, cambios necesarios, cambios que duelen.
Muchos de los cambios nos vienen impuestos. No siempre tenemos la capacidad de decidir, ni de que se nos llegue a preguntar. Llega el cambio y, o te adaptas, o te quedas fuera de sitio. Descolgado sin encontrar ese rebufo que te lleve de nuevo arriba. La luz apagada, con el interruptor en la mano.
Por otra parte, hay cambios que dependen de nosotros. Somos los amos y dueños de ellos. Algunos, la mayoría, son sencillos. Elijo este modelo, cerveza o vino, me pongo este pantalón, salgo de casa o me quedo tirado en el sofá.
Pero cuando el cambio depende de ti y es duro, duele, duele más que nada. Porque la decisión es tuya, tú eliges romper con todo, volver a empezar. Y ese miedo al abismo, al caos, a la incertidumbre es cosa tuya, no hay nadie al que culpar. No existe la figura del villano, porque si existe, ese eres tú.
Entonces, como duele, te lo piensas, reflexionas, revientas, mueres y resucitas. Y si con el paso del tiempo todo sigue igual, es el momento de quitarse la máscara, de hacer de tripas corazón y acabar con todo. Sin miedo a nada, pero acojonado por todo.
Porque sin ser eternos, no podemos dudar eternamente. Ni dejar de ser valiente, siendo un cobarde. Y no acabar presos de nosotros mismos. Aunque duela y siga doliendo.
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